El ángel de la muerte
Dios lo creó el sexto día, a última hora de la tarde. Tras haber suspendido los astros, puesto en marcha el día y la noche, dado forma a los animales y a los hombres, quiso limar pequeños detalles. Y consciente del vértigo que supondría la muerte como punto final a la vida, comenzó a moldear con el barro sobrante a la criatura que limpiase el duro rastro de la guadaña.
Pensó que lo mejor sería enviar un ángel, de un tamaño menor a los hombres para que no le temiesen, pero de imponente envergadura para evitar que lo atacasen.
Quiso que su aspecto fuera majestuoso y sus andares desconfiados, dada la naturaleza de su labor. Hizo un tórax amplio y colocó un gran corazón que, pese a la tarea encomendada, fuese capaz de albergar sentimientos. Cargó también sus hombros, para poder soportar el terrible peso de la tristeza que le esperaba. Quiso además que tuviera una mirada directa y penetrante, así que moldeó un cuello largo y flexible para que pudiera mover la cabeza a su antojo.
Finalmente añadió unas alas enormes. Así, además de volar, este ángel de la muerte podría espantar el olor putrefacto de los cadáveres.
Dios contempló su obra: era fea, oscura, un tanto perversa y, sin embargo, tan necesaria. Pero era tarde y estaba tan cansado. Le pondría un collar alrededor de ese largo cuello, un collar de plumas blancas, rico y poblado, para otorgar algo de belleza a su oscura presencia. Le insufló la vida y se echó a dormir.
El séptimo día, el buitre levantó su vuelo con el alba y comenzó a limpiar el Edén de sus primeros restos de muerte.