Puede parecer tonto, pero en torno a la zanahoria había todo un asunto por resolver. Nada hubiese sido igual si el pepino y la cebolla no se hubiesen entrometido, pero tuvo que ser así. Todo empezó con unas hojas de lechuga en un caluroso día de verano. Ellas fueron las primeras. Después vino el tomate, y yo continué en silencio mientras se unía al resto. Comencé a ponerme nerviosa cuando apareció el maíz así, en tropel, y encima acompañado de unas miserables aceitunas. Entonces entraron en escena el insípido pepino y la cebolla. ¡Vaya pareja! ¿Cómo podía soportar aquella intromisión, esa falta total de armonía, ese brutal golpe a todo lo que le había enseñado durante tanto tiempo? Cuando pensé que ya no podía ser peor, él se acercó sigilosamente a la nevera y reconocí al instante ese color naranja que tanto odio, ese estúpido brote verde sobre la cabeza, como si se tratara de un ridículo Mister Potato. Añadir zanahoria a aquella ensalada era un asunto serio, era más de lo que podía soportar. Me marché a la cama sin cenar y sin decir nada, y al día siguiente le pedí el divorcio.