Instrucciones para el tacto siniestro

Mire con atención a su mano izquierda. Sí, está ahí, en su irremediable papel secundario. Pero existe, está viva, es útil y también requiere sus cuidados. Por lo tanto, despójela de cualquier elemento. Sepa que cualquier cuerpo halla su mayor placer estando desnudo, en contacto directo con los estímulos. No sirve decir aquello de que “este anillo es mi segunda piel”; ni que sin las uñas pintadas no se reconoce. Y por supuesto, borre la lista de la compra que lleva escrita desde hace dos días en la palma de la mano. Recuerde que su mano izquierda nació siendo impoluta y probablemente rechoncha, con unas uñas salvajes que seguramente el pecho de su madre no haya olvidado.

A continuación estire y doble cada uno de sus dedos, caliente sus músculos con cortas y repetidas flexiones hasta que se dé cuenta de que del meñique al gordo hay cinco pequeñas extensiones de sí mismo, con hueso, músculo, sangre, células y toda la parafernalia vital.

Llega ahora el momento crucial, en el que es fundamental la coordinación de movimientos y la rapidez. De su pericia dependerá el grado de placer alcanzado. Vigile a un lado y otro de la estancia, busque el momento en el que las miradas y las conversaciones le ignoran.

Ahora, rápido, estire su mano izquierda e introdúzcala lentamente en el saco de lentejas que ha elegido con anterioridad. Recuerde, no busque la satisfacción inmediata, trate de prolongar el momento dejando que sus dedos se abran paso en un avance constante, certero, hasta llegar a la altura de la membrana que los une.

En ese momento aumentará el placer en la misma proporción que la cantidad de piel en contacto con las lentejas. Éstas comenzarán a jugar alrededor de los ángulos interdigitales, acariciando ese rincón oscuro de su mano izquierda.

Continúe con la inmersión pausada hasta la altura de la muñeca, si es que no le han descubierto ya. Cundo llegue este momento, permita que sus dedos comiencen el baile leguminoso. Instintivamente se moverán de un lado a otro, nerviosos, excitados por tanto estímulo.

Remueva una y otra vez, ponga todas las articulaciones de la mano izquierda a trabajar, deje que se zambullan, que entren y salgan, griten y jueguen porque, de repente, alguien le chillará “¡¿Quiere sacar la mano de ahí?!”.

El circo y yo

La primera vez que no fui al circo, podía oler a los tigres desde la ventana pero una noche todos se marcharon sin esperar a que les visitara. La segunda vez que no fui al circo, había que apretarse el cinturón porque eran malos tiempos y las entradas eran un gasto imprevisto. La tercera vez que no fui al circo, mi hermano quiso ser hijo único y ejerció como tal dejándome en casa. La cuarta vez que no fui al circo, era un espectáculo triste y maltrataban a los animales. La quinta vez que no fui al circo, pensaron que era para niños y yo ya no querría ir. La sexta vez, me escapé con el circo y no me han vuelto a ver el pelo.

Sólo puede quedar uno

No pude transformarme en princesa porque el imbécil seguía mirando. Y claro, el imbécil seguía mirando porque sabía que así yo no podría transformarme en princesa. Así que yo también miré al imbécil, frente a frente, desafiante. Había llegado el momento de saber quién iba a sobrevivir, el imbécil o la princesa. Rescaté mi pintalabios del fondo del cajón, lo apreté fuerte sobre mi boca y rompí de un golpe el espejo. Viva la princesa, muerte al imbécil.

Recuerdos

Todavía algunas veces huele a sangre. Se lava las manos una y otra vez, pero su piel sigue impregnada. No parece que le moleste; es más bien una ceremonia. Siempre fue muy meticuloso. Decía que era como un cirujano sin pulir: abrir, extirpar… y no cerrar. Sus clientes preferían no ver el sobrante, sobre todo teniendo éste un rostro. Parece recordar todas aquellas caras y ninguno de nuestros nombres, es curioso. Supo reconocer a cada una de sus víctimas y a ninguno de sus hijos. Supo robar y vender órganos durante veinte años, y hoy no es capaz de atar los cordones de sus zapatos. Pero continúa lavándose las manos una y otra vez frente a su reloj parado.

El dragón

Mejor el dragón que mamá. Si hay que elegir quién se va, que sea él. No me gusta cuando echa humo por la nariz. Cuando le doy un beso antes de ir a dormir rasca. Y a veces parece que escupe fuego. Adiós papa.

En6palabras

Silencio versus ruido, batalla de caracteres.

Miles de corazones flotan sin salvavidas.

¡Qué susto! Pensé que eras normal.

Rezó para que no hubiera Dios.

Reflejo

Cayó la noche y el cielo se oscureció aún más que las anteriores. Había algo extraño en el cielo. Las nubes, tan negras como el escenario, se amontonaban sobre sus cabezas, chocaban entre sí, moviéndose con violencia. Pronto comenzaron a escucharse una especie de cortos y rotundos ronquidos; primero, a lo lejos, y después cada vez más cerca. Con ellos llegaron los resplandores fugaces que, al acortar distancias, rajaban de arriba abajo el cielo. El pequeño olivo se estremeció y las pocas hojas que tenía titilaron al ritmo del miedo y la excitación. Es cierto que era joven, pero ya había vivido algunos meses y nunca había visto nada así. Tampoco recordaba a los mayores tan asustados, como si quisieran arrancar sus raíces y salir corriendo cada vez que aquella luz desgarraba el teatro celeste.

Y entre tanta excitación, llegó otra novedad. Primero en forma de sonido, con pequeños chasquidos desacompasados. Después en el tacto suave de pequeños golpecitos sobre las hojas, que corrían cosquilleantes hasta el suelo. Aquellos extraños seres, fueran lo que fueran, se iban agolpando y cayendo hasta perderse en la tierra parduzca.

Durante horas, el tamborileo y el juego de luces continuaron, para disfrute del pequeño olivo. Cuando el espectáculo iba muriendo, vio a los mayores respirar tranquilos y las primeras luces despuntar en el horizonte. Y entonces descubrió un nuevo tesoro a sus pies: aquél arbolito que, como él, apenas tenía unas hojas a lo largo de su cuerpo; y como él, poseía cinco pequeñas, pero firmes ramas; y como si se tratara de sí mismo, tenía una pequeña cicatriz en forma de estrella. Sin embargo, se extendía tumbado sobre el suelo, temblando a cada caricia del viento.

Mascotas

El dinosaurio es reeebueno. Se pasa el día ahí, acostadito, durmiendo al lado del calentador. El muy boludo se la pasa jugando con los nenes. Da igual que le tironeen de la cola, que se le suban encima. Y cuando les chillás para que la corten con la joda, el dino es el primero que se va a la cama. ¿Sabés lo mejor? En cuanto escucha la pava, ya está corriendo para compartir un matecito. Y ya ves, ¿cómo va a hacer él para chupar de la bombilla? Así que le damos la yerba como en sopita, como a Mafalda, aunque después tenga que salir corriendo a hacer sus cositas. A los chicos ahora se les ocurrió que quieren también un perro, para hacer compañía al dino. ¿Lo podés creer? ¿Semejante animal por la casa?.

Favela

Ayer cuando me levanté había crecido un muro frente a nuestra casa. Aún no levantaba un palmo del suelo, aunque era bastante largo, desde la casa de Nuno hasta más allá de la de João. Hoy, antes de marcharme al colegio, vi que el muro seguía creciendo y ya me llegaba al hombro. Ahora ya no se ve la piscina de los otros y se hace más difícil llegar al colegio. Mañana, con suerte, el muro será más alto y Nuno, João y yo podremos jugar al balón contra él.

El asunto de la zanahoria

Puede parecer tonto, pero en torno a la zanahoria había todo un asunto por resolver. Nada hubiese sido igual si el pepino y la cebolla no se hubiesen entrometido, pero tuvo que ser así. Todo empezó con unas hojas de lechuga en un caluroso día de verano. Ellas fueron las primeras. Después vino el tomate, y yo continué en silencio mientras se unía al resto. Comencé a ponerme nerviosa cuando apareció el maíz así, en tropel, y encima acompañado de unas miserables aceitunas. Entonces entraron en escena el insípido pepino y la cebolla. ¡Vaya pareja! ¿Cómo podía soportar aquella intromisión, esa falta total de armonía, ese brutal golpe a todo lo que le había enseñado durante tanto tiempo? Cuando pensé que ya no podía ser peor, él se acercó sigilosamente a la nevera y reconocí al instante ese color naranja que tanto odio, ese estúpido brote verde sobre la cabeza, como si se tratara de un ridículo Mister Potato. Añadir zanahoria a aquella ensalada era un asunto serio, era más de lo que podía soportar. Me marché a la cama sin cenar y sin decir nada, y al día siguiente le pedí el divorcio.

Si puedes mirar, ve.

Si puedes ver, repara.

José Saramago

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