Hubo una concentración de levantadores de peso junto a los raíles. Pareciera que todos abandonaron sus herramientas a un lado, ordenadamente, como para dejar constancia de que estuvieron allí, como las cruces de un cementerio, en hilera para sembrar el campo de eternidad.
Por otro lado, era lógico que abandonaran sus pesas. Eran bastante rústicas, y ni siquiera unas manos duras y curtidas como las de los levantadores llevaban bien abrazar esas barras angulosas y oxidadas.
Tuvo que ser una reunión magnífica; cientos o incluso miles de levantadores juntos, exhibiendo su fuerza, con sus mallas y largos bigotes gemelos a los del anterior y a los del siguiente, sus cabezas rapadas como una kilométrica línea de puntos, marcando una pauta infinita, suspensivos, suspendidos, suspendos.
Y de repente el vacío, tan devastador como aquello que eliminó a los dinosaurios; todo el paradigma de la fuerza borrado misteriosamente con la misma fuerza.
Pero no. Los dinosaurios desaparecieron conscientes de su fin. En la misteriosa desaparición de los levantadores de pesas hay algo más épico. Sabedores de la amenaza (¿qué amenaza?) lucharon por trascender y quedar en el recuerdo. Por eso, pacientes, abandonaron sus pesas en orden, junto a los railes, como en un cementerio. Y es probable que ellos lucharan, que no se abandonaran a su suerte. Eran levantadores de pesas.