El gordo y la flaca

El gordo y la flaca caminan juntos pero separados por la calle. El gordo lleva un traje deslucido y unos zapatos que parecen irle pequeños. La flaca se abriga en su chaquetón de ante underground, y apresura sus piececillos para seguir el paso.

El gordo y la flaca miran sendas carpetas y se paran frente a un portal. Ella saca el dedo huesudo del guante y comienza a apretar los botones del portero automático. Él espera un segundo y levanta la vista hacia los balcones de hormigón y humo. Grita: “¡Señor!”. Un segundo. “¡Señor!”. La flaca le mira con indiferencia, alza la vista, ve al viejo, y vuelve a probar suerte con los botones.

“¡Señor!”. El viejo gira la cabeza mientras sus brazos enfundados en la bata azul siguen impertérritos.

El gordo: “¡Señor!, ¿hay gas en esta casa?”. El viejo mira al horizonte, atento a la sospecha de que algo sucede, pero sin conseguir adivinarlo.

El gordo baja la voz: “Viejo de mierda”. La flaca le ignora y vuelve a llamar a otro timbre. Alguien contesta. La flaca: “Buenos días, llamaba para…” Su voz se pierde en otro grito:

“¡Señor!, ¿hay gas en el edificio?” El viejo baja la cabeza e interroga al gordo con la mirada. Repite, aún más alto: “¡¿Que si tienen gas?!”. El viejo se gira despacio y desaparece.

La flaca se acurruca en la esquina y observa divertida la escena. El gordo: “¿Será hijoputa? ¡Y ahora se va!” Se gira hacia ella: “No sé de qué te ríes. Hoy todavía no hemos…” Una bombona cae con toda su furia sobre la cabeza del gordo, que se desploma.

La risa de la flaca se congela. En el balcón, el viejo grita: “¡Toma hijo, que yo tengo demás!”.

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Si puedes mirar, ve.

Si puedes ver, repara.

José Saramago

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